Porque no todo en la
vida es color de rosa les aclaro que las líneas que siguen no serán ni graciosas
ni bizarras, como lo intenta ser el 90% del contenido del Blog. Hoy les quiero
hablar de algo que tuve la oportunidad de vivir y que me movilizó internamente
como pocas cosas lo han hecho ahora en lo que a materia de medicina respecta.
Admito que no soy una persona fácil de conmover; si bien no soy frío, es poco
común que me deje llevar por mis emociones cuando de un paciente se trata. No
tengo problemas en ver a una persona completamente destripada en la sala de
operaciones, no suelo conmoverme cuando entra alguien fallecido a la guardia o
cuando luego de 40 minutos de resucitación cardiopulmonar insatisfactoria se
determina el óbito del mismo. Es, quizás, la adrenalina de la situación la que
me mantiene alerta y hace “desconectar” mi mente de mis sentimientos. Es común
que después de vivir este tipo de momentos siga haciendo mi rutina de trabajo y
no piense en lo que pasó. Creo que también eso es una manera de mantenerme
desligado y no dejar que mis emociones afloren. No quiero que confundan mi no
vinculación con falta de empatía. Al contrario, trato de ponerme en el lugar
del paciente y comprenderlo en lo que le acontece, solo que sus angustias no llegan
a movilizarme internamente.
Pero hubo una
situación que me superó, y fue el momento de rotar por los consultorios de
infectología pediátrica. Y no es lo que seguramente ustedes se están imaginando;
ni tiene que ver con neonatos graves que se hacen invisibles bajo las máquinas
que los mantienen con vida ni niños mutilados como resultado de vaya a saber
que bacteria. No, les repito, ver una persona inconsciente no me genera
demasiado, ya que no la asocio a una historia real. Creo que inconscientemente
no la pienso como persona sino como a un “objeto” que yace sobre una cama, y es
eso lo que precisamente me permite continuar. Pero lo que me pasó esta vez fue
distinto, fue enfrentarme a algo a lo que no estoy acostumbrado y es conocer la
historia de niños portadores de HIV. Acompañando a la médica especialista en
infectología pediátrica, para quién atender a estos pequeños representa nada
más y nada menos que su vida diaria, conocí un poco como vivencian estos chicos
su condición.
Todos ellos portan el
virus desde su nacimiento como resultado del contagio a través de su madre en
lo que médicamente se denomina transmisión vertical. Este tipo de vía de transmisión se ve
favorecida por la falta de controles durante el embarazo y que la mayor parte
de las veces esta íntimamente asociado al hecho que las parturientas asisten al
nosocomio en el mismo momento del parto, borrando toda posibilidad de
diagnóstico de la infección y disminuyendo en gran parte la tasa de transmisión
al futuro recién nacido. Hoy por hoy, y gracias al impresionante avance en el
campo del HIV, es posible que una mujer seropositiva tenga un hijo
completamente sano y libre de la infección; pero para ello se debe efectuar un
estricto seguimiento tanto en la madre como en el bebé que genere un ámbito
favorable para que esto suceda.
Volviendo al tema luego
de este paréntesis, fue en esta ocasión que me enfrenté a una situación nueva
que nunca había vivido. A pesar que muchas veces me tocó atender pacientes
adultos portadores, el solo hecho de conocer a niños en la misma situación me
produjo una sensación rara en el estómago. Y es que la vida de estos chicos es
muy difícil, y esta dificultad trasciende las fronteras del propio HIV en más
ocasiones de las que intuitivamente imaginaríamos. En muchos casos, la falta de
educación de sus padres, las condiciones precarias en las que viven y la poca
importancia que le dan a una patología que cursa gran parte de su tiempo
asintomática no hace más que boicotear constantemente el tratamiento, aunque
ellos no se den cuenta. Es común que suspendan tomas, que dejen la medicación
por un tiempo y la retomen o que se salteen consultas. Esto no hace más que
dificultar el tratamiento y finalmente terminar por disminuir su calidad de
vida.
Pero si intentamos
pensarlo objetivamente, y dejamos de lado lo estigmatizante que puede ser para
una persona darse a conocer portadora, podríamos hacer una analogía del HIV con
cualquier otra condición crónica: hipertensión y diabetes, entre tantas otras. ¿Qué
diferencia podría existir entonces entre un niño de 6 años diabético
insulinodependiente que tiene que adaptarse a las limitaciones que le impone su
enfermedad a un niño de la misma edad seropositivo? Si una persona HIV + se
trata de manera correcta, su expectativa de vida es alta. Lo más grave de esta
enfermedad, a mi entender, es la discriminación y el automático apartamiento
que causa al resto de la gente. Nadie deja de tomar mate con un hipertenso,
pero si con un portador de HIV, aunque está probado que esta no es una vía de
contagio del mismo. Y si no le cierra esta manera de pensar, lo planteo de otro
modo, ¿Usted conoce el estado serológico de todas las personas con las que
comparte un mate?
Creo que estas
actitudes aversivas tienen que ver con la falta de información que tiene el
común de las personas acerca de este tema. Si bien es importantísimo saber de
que manera nos podemos contagiar, también es importante saber de que manera no.
Sino, lo único que estamos haciendo es adicionar una carga más (y bastante
pesada) a quien padece esta condición.
Y tampoco seamos jueces
y condenemos al portador. ¿Acaso condenamos a alguien que alguna vez se agarró
sífilis o gonorrea? Más de uno de los que lee debe conocer a un tío o primo que
tuvo alguna de estas u otra de las llamadas venéreas. La única diferencia entre
estas enfermedades es que el que se infecto con HIV tuvo menos suerte, pero no
se olviden que se transmiten de la misma forma.
Para volver al tema y
terminar cerrando con los chicos, que representan la raíz central que
originalmente motivó este post, les cuento que una cosa impresionante de ellos
es que gracias a su ingenuidad, desconocen todo esto que les cuento. No llegan
a entender que es lo que tienen ni el por qué tienen que tomar la medicación. A
medida que van creciendo, es función del médico ir acercándoles la información
necesaria que los haga comprender lo que les pasa y que los ayude a cuidarse y
cuidar a otros. Es una retribución constante, en la que el infectólogo es su
médico de cabecera y en muchos casos su amigo. En el caso particular de los
chicos, a quienes conocen en el momento de su nacimiento, los ven crecer a lo
largo de los años hasta convertirse en hombres y mujeres adultos. Y en ese
transcurso viven junto a ellos las crisis que toda persona tiene, a las que se
suma el proceso de entender y aceptar el HIV formando parte de sus vidas.
Créanme que es algo muy fuerte, tanto para unos como para otros. A mí, con solo
ver la punta del iceberg, me bastó.
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