Si será una frase
repetida por tantos médicos de generaciones pasadas; que ya nada es lo que era.
Y me arriesgo a decir que esta afirmación es compartida por varios otros, no
médicos. Aseguran que todo pasado fue mejor y que lo que viene nos lleva
inexorablemente a la nada.
Mucha gente, dentro
de la cual me incluyo, tuvo la suerte de disfrutar en su infancia a sus
abuelos. Yo recuerdo que me pasaba horas y horas, tardes enteras, escuchando
anécdotas que el mío me contaba. La de él, era una más de las tantas historias
de inmigrantes que vinieron sin absolutamente nada y como pudieron construyeron
su presente y su futuro en este país. Educaron a sus hijos y disfrutaron de sus
nietos. Con esa vida tan llena de experiencias las horas parecían esfumarse en
las tardes de invierno, cuando me sentaba con el cerca de la estufa y lo
escuchaba hablar. Mi abuelo fue como mi superhéroe de la infancia, esa persona
a la cuál te queres parecer.
¿Pero por qué digo
todo esto? ¿Qué tiene que ver con la medicina?
El punto de conexión está en las historias. Así como mi abuelo me
contaba de su pasado, muchos de esos viejos médicos que me crucé a lo largo de
la carrera también compartieron sus historias, médicas en este caso valga la
redundancia, conmigo y mis compañeros.
Y es que cuando uno
espera por el profesor para tener su clase y ve entrar a un persona por arriba
de 70 y pico sabe que pueden pasar varias cosas. Por un lado, tiene casi la certeza
que lo que va a acontecer va a estar lejos de ser una clase de medicina
ortodoxa. Nada va a tener que ver con lo que está escrito en los libros y
probablemente esté más llena de historias que de contenidos teóricos. Por otro
lado, a la vieja generación no le agradan mucho los nuevos recursos didácticos
como las presentaciones de power point. A ellos dejalos con el pizarrón y la
tiza o en su defecto el proyector de filminas.
Es increíble ver como
se acuerdan fielmente lo que vivieron y lo expresan con una claridad más que
envidiable. Vienen con su pila de placas radiográficas (amarillentas por el
correr de los años) y las filminas transparentes. Proyectan electrocardiogramas
viejísimos y nos cuentan la historia y el contexto en el cual fueron tomados:
“…Recuerdo que este electrocardiograma
lo tomé de una paciente que estaba internada en la cama 2 de la sala 5 de
mujeres. Era el 22 de abril de 1948 y yo era jefe del servicio en ese
entonces…”
Y ahí es cuando uno
toma dimensión de los años de la persona que tiene en frente. En general
(aunque hay excepciones) tienden a ser más comprensivos con los alumnos. Su
objetivo no es perjudicar a nadie, sino solo transmitir su conocimiento y
experiencia adquirida a través de tantos años de ejercicio de su profesión.
Me ha pasado durante
un examen no poder responder ni el 25 por ciento de lo preguntado e igualmente
obtener una buena calificación. ¿Y como iba a poder responder algo si todo
estaba referido a como se ejercía la profesión hacía 30 años atrás? Pero es en
esos exámenes cuando uno aprende todavía más.
Los médicos de antes
usan poco los estudios complementarios. Piden una radiografía cuando no queda
absolutamente otra opción y tienen una capacidad de diagnosticar a los
pacientes con el examen físico que es admirable. Prestan atención a todo, y hasta
el más mínimo detalle lo aprovechan para llegar a un resultado.
Pero no todo es color
de rosa. Algunos de estos viejitos distan de ser los adorables ancianos
descriptos anteriormente y, por el contrario, son en seres de temer.
Una de las cosas a
las que cualquier estudiante tiene terror es que uno de estos tan poco
simpáticos canosos les tome el examen. Uno piensa, ¿De que forma una respuesta
mía puede satisfacer a una persona que viene dando clase de lo mismo desde hace
50 años?
Pero bueno, a pesar
de estas poco gratas excepciones reivindico a estos seres de la tercera edad
que vienen y comparten sus experiencias con nosotros. Admiro su vitalidad y
agradezco lo que nos transmiten en sus charlas.
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